
En
Garcinarro no hay mar, pero sí marineros. Esta es la historia de un hombre rico
de nuestro pueblo que, estando ya casi en el lecho de muerte, se propuso entrar
pronto en el cielo y puede que hasta en el libro Guinness de
los records de haber existido. No adelantemos acontecimientos, permítanme
empezar desde el principio.
Jesucristo
decía que "es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja,
que un rico entre en el reino de los cielos" (Mateo 19,24). No sé si
esta propuesta era de un hombre o de dios; pero más bien parecía el discurso de
un populista alejado del camino eclesiástico en el que nos han educado. Menos
mal que hubo un papa, Gregorio I (*540-†604) —también conocido como Gregorio
Magno o san Gregorio— que tuvo una revelación divina (una genial idea) por la
que constataba que un hombre, llamado Justo, había pasado rápidamente del "purgatorio"
a la "gloria" gracias a la celebración de 30 santas misas seguidas,
en las que se pedía por su eterno descanso y el perdón de sus pecados. Así
nacieron las llamadas "misas gregorianas", unas misas de difuntos que
vienen a ser como un billete business para ir cómodamente al
cielo. San Gregorio no dijo si en el purgatorio había sala VIP o duty
free; pero eso no fue impedimento para que esa disposición papal (o divina)
tuviera una enorme popularidad entre la gente que podía pagarse tantos réquiem
seguidos. Los hubo quienes fueron mucho más allá de lo que el papa Gregorio
había dispuesto.
Hubo una vez un hombre, natural de
Garcinarro, perteneciente a una de las más insignes familias de estos lugares,
que acabó embarcado en la nao san Juan Bautista, una de las naves de la armada
invencible cuyo maestre se llamaba Fernando Mero. Por aquella época de finales
del siglo XVI muchos españoles caían en las interminables guerras
político-religiosas con las que el imperialista, Felipe II, arruinaba este país
y asfixiaba a impuestos a sus mortales comunes; pero quiso el destino que
nuestro paisano, llamado Juan de Peña Carrillo —que era mortal, pero no común—,
no cayera herido ni muerto en batalla, sino enfermo y "ligado a una
cama", cuando navegaban por 1586 frente al cabo de san Vicente. Como
estaba "en su juicio y entendimiento" y era supuestamente hombre de bien —y evidentemente de bienes—, "temiéndose
la muerte, que es cosa natural a toda criatura humana", hizo y otorgó
testamento ante el capitán de la nao, Patricio Antolínez y varios testigos más.
Ese testamento, que constaba de dos hojas manuscritas por ambas caras, se halla
hoy en el Archivo General de Indias, pero también puedes verlo al final de este
artículo. Al leerlo, llama la atención el empeño que puso este hidaldo en
tan terrenal documento para dejar su ánima bien guarnecida de rogatorias, a las
puertas del cielo.
En
dicho testamento, después de ciertas disquisiciones y deseos sobre dónde y cómo
sería depositado su cuerpo para su eterno descanso, Peña Carrillo ordenaba a
sus testamentarios un encargo principal: que "el día de [su] fallecimiento
o lo más pronto que se pueda se[le] digan seiscientas misas". Y
especificaba que una de ellas fuera "cantada de réquiem, con deán [creo
que pone] y su diácono, con sus responsos sobre [su] sepultura",
si es que podía ser enterrado en tierra, claro está; porque siendo marinero,
uno no podía estar seguro de si acabaría siendo abono para malvas o pasto para
peces.
A
su hermano Alonso de Peña Carrillo, que era alcalde mayor de la fortaleza de
Uclés, también le mandó otras cincuenta misas rezadas con frailes de la orden
de Santiago; pero estas no serían por su ánima, sino por las de sus
padres y de las
del purgatorio. Un acto de generosidad, sin duda.
El
hombre no dejó ningún cabo suelto: "También declaro —así decía
en su testamento— que tengo una chaqueta pequeña de abalorios que me
costó ochenta y siete reales y un abrigo de cuello decorado que costó setenta y
siete reales [...] una espada de Sahagún, un... [algo que
no acierto a descifrar] de terciopelo verde, cinco camisas y cinco
calzas de lienzo, [...], calzón y capa ya raída y otras menudencias.
Mando se recoja porque no se pierda, y el abalorio y cuello se vendan y que se
haga a bien por mi alma. Y la demás ropa, el capitán la reparta a las personas
a quien comunicase con gusto, porque rueguen a dios por mi alma".
Asimismo,
siendo garcinarrero, se acordó de los frailes de Mazarulleque: "mando que se den limosna de mi
hacienda al monasterio
de Altomira que es de [carmelitas]
descalzos, diez fanegas de trigo y cinco a arrobas de vino del mejor, porque
los padres del dicho monasterio rueguen a dios por mi alma".
Una
vez pagadas todas las mandas del testamento, lo que quedara de sus bienes y
hacienda sería para su heredero universal, su hermano Pedro.
Dice
uno de los proverbios que "el hombre propone y dios dispone, ¿o era al
revés? Ya no lo sé, porque he de reconocer que me cuesta comprender la
diferencia entre dios y el hombre cuando hay un dios que dice que se hizo
hombre y unos hombres (los papas) que nos hablan como si fueran dios. La
religión que se mueve bien en esa confusión de conceptos que a muchos nos
pierde el entendimiento, maneja sin problemas la caridad y el dinero en el
mismo saco de la fe. En fin, después de todo, espero que nuestro Noble paisano
Juan de Peña Carrillo descanse en paz y celebro que nos legara este curioso
codicilo.
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El testamento completo de
Juan de Peña Carrillo
(Pincha en la foto para ampliar)
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