Hasta hace unos años que Juan
María promoviera con gran acierto la construcción de la ermita de San Cayetano,
veíamos con cierta desazón que todos los pueblos de alrededor —sin excepción— tuvieran
una ermita, mientras Garcinarro ¡no!
En Mazarulleque presu-mían de su
Altomira; en Jabalera de la de Santiago; en Buendía de la de los Desamparados; en Vellisca
de la de San Bartolomé, lo mismo que en Moncalvillo y en Huete que tienen dos,
la de San Sebastián y la de San Gil. ¿Y nosotros, qué? Nuestro pueblo, que era capital
de municipio y digno emplazamiento de una de las iglesias más monumentales de
la provincia de Cuenca, carecía de esta clase de santuario campestre; y eso —lo
quieras o no— fastidia.
Veneramos a tantos santos y vírgenes
como cualquier otro pueblo, todos ellos milagrosos como el que más; pero en otras
localidades hacen sus romerías: van del lugar a la ermita, de la ermita al
lugar, llevan a la virgen o al santo p'allá, luego p'acá, pasan allí el día o
la noche, hacen sus meriendas, tiran sus cohetes pirotécnicos, las gentes
cuentan sus leyendas de curaciones y fenómenos casi sobrenaturales, hacen sus exvotos,
los hay quienes dan gusto al alma lacerando sus cuerpos y quienes dan gusto al
cuerpo sin atormentarse el alma; pero todo ello con alegría y dedicación,
hermanando agnosticismo y devoción con suma naturalidad.
Aquí, como mucho, hacíamos
procesiones, que al final eran siempre lo mismo: sacábamos al santo o a la
virgen —según tocara— le dábamos la vuelta al pueblo y lo volvíamos a encerrar
en la iglesia hasta el año siguiente. No digo yo que ésto pudiera menguar dignidad
a un santo; pero no sé si era suficiente demostración de la inmensa devoción
que siente este pueblo. Lo que sí era evidente es que esta forma de profesar no
daba lugar a tanta confraternidad como en esas romerías que conjugan vinos de
mesa y de eucaristía. Tampoco es que pidiéramos un Rocío almonteño, donde la
cosa va a mucho más allá; sino algo sencillo, que el albedrío puje a no más que
la virtud.
Esto de la ermita era ya una
pequeña espina clavada en el alma. Espina que de haber sido astilla de lignum crucis, ya hubiera sido argumento
de partida, que nos hubiera colocado a la par de otras localidades; hubiera
dado motivo de contemplación y escusa perfecta para erigirle el monumento que
merece tan considerada reliquia. Sin embargo, nuestra espina era simple envidia
cochina que nos roía hasta el punto de hacer penitencia grande del mismo
pecado.
Afortunadamente, desde 1997 que
se inauguró nuestra ermita de San Cayetano, San Isidro y San Sebastián, hemos
superado ya tan histórica desdicha. Además, se ha hecho de una manera ejemplar,
tan loable como honrosa; pues no ha sido fruto del desasosiego, sino la gracia de
un afortunado encuentro en el que bien hubiera podido obrar la providencia, la
iniciativa de una persona y la llana colaboración de casi todo un pueblo que
quiere rezar y ¡por qué no! Merendar, si se tercia.
De
ermitas y ermitaños
Parece haber ocurrido con
bastante frecuencia que algunos de los ermitaños de la Edad Media han acabado
siendo santos locales. Sus reliquias y las ermitas que habitaron se convirtieron
en centros de devoción que aún mantienen ese carácter. Fueron tantos los
anacoretas que proliferaron en ese periodo en los alrededores de pueblos y
ciudades, que no es extraño que casi cada localidad tenga hoy su ermita y hasta
su propio santo.
La figura del ermitaño fue
bastante controvertida; pues, como
reconocía el mismo Papa Benedicto XIV en su libro "De Synodo Diocesana (1748)", no todos ellos eran honestos
religiosos. Para gente sin recursos, promover o cuidar de un santuario,
fomentando la limosna, podía ser un modo de ganarse la vida. En este sentido,
Cervantes llamaba la atención sobre este tipo de devotos de la necesidad en su
obra "Trabajos de Persiles y
Segismunda" (1617):
«...no
nos ha de causar maravilla, que un rústico pastor se retire a la soledad del
campo, ni nos ha de admirar, que un pobre que en la ciudad muere de hambre, se
recoja a la soledad, donde no le ha de faltar el sustento. Modos hay de vivir,
que los sustenta la ociosidad y la pereza, y no es pequeña pereza dejar yo el remedio
de mis trabajos en las ajenas, aunque misericordiosas manos. Si yo viera a un
Aníbal Cartaginés, encerrado en una ermita, [...] suspendiérame y admirérame;
pero que se retire un plebeyo, que se recoja un pobre, ni me admira, ni me
suspende. »
También
distinguía otro tipo de ermitaños, tan infame como el anterior, que surgían del
fracaso de amores o desventuras:
«Maestro
era de esgrima Campuzano,
de
espada y daga diestro a maravilla,
rebanaba
narices en Castilla,
y
siempre le quedaba el brazo sano.
Quiso
pasarse a Indias un verano,
y
vino con Montalvo el de Sevilla;
cojo
quedó de un pie de la rencilla,
tuerto
de un ojo, manco de una mano.
Vínose
a recoger a aquesta ermita
con
su palo en la mano, y su rosario,
y
su ballesta de matar pardales.
Y
con su Madalena, que le quita
mil
canas, está hecho un San Hilario.
¡Ved
cómo nacen bienes de los males! »
[soneto atribuido a
Cervantes]
Además, algunos de los ermitaños
de esa época no llevan ya la vida austera que de ellos se presumía:
«¿Tiene por ventura gallinas el tal ermitaño?
preguntó Sancho. Pocos ermitaños están sin ellas, respondió D. Quijote, porque
no son los que ahora se usan como aquellos de los desiertos de Egipto, que se
vestían de hojas de palma, y comían raíces de la tierra.»
[El
Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La
Mancha, 1605]
Y para colmo, algunos de ellos
cuentan con las atenciones de una 'sotaermitaño', que viene a ser una especie
de 'querida', como Madalena, en el soneto de arriba, o la que se encuentran
Sancho y don Quijote:
«...la mala suerte de Sancho parece que
ordenó que el ermitaño no estuviese en casa, que así se lo dijo una sotaermitaño
que en la ermita hallaron.»
Pero,
por lo general, la gente no consideraba falta grave esos descuidos de la
observancia y hasta se justificaban, como hacía el Ingenioso Hidalgo:
«... quiero decir que al rigor y estrecheza
de entonces no llegan las penitencias de los de ahora; pero no por esto dejan
de ser todos buenos, a lo menos yo por buenos los juzgo; y cuando todo corra
turbio, menos mal hace el hipócrita que se finge bueno que el público pecador. »
Fueron tantos los eremitas que
se enfundaron los hábitos a su propio arbitrio, sin pertenecer a cualquier
adscripción eclesiástica, que los obispos empezaron a preocuparse del tema y a
promulgar normas restrictivas de este modo de vida. El Arzobispo de Toledo, en
su Synodo Diocesana de 1682, dictaba
un mandato para regularizar estas vocaciones:
«Por el cuidado que debe ponerse en orden a
la honestidad y compostura de las personas que habitan en las ermitas, S.S.A.
mandamos que, en las dichas ermitas, ninguna persona habite, ni more, sin que
primero sea examinada su persona, vida, edad y recogimiento, y tenga licencia
especial nuestra.»
Y no menos preocupante fue para
el obispo de Cuenca los aspectos económicos, que sobre ese respecto decía:
«por algunas personas particulares o
concejos; en las cuales ponen personas que pidan y alleguen limosnas para
ellas, y lo que así se allega lo convierten en propios usos, sin que de ello
den cuenta ni haya razón; lo cual está prohibido por todo derecho, y causa
escándalo y mal ejemplo.»
En consecuencia, ordenó que se
llevaran libros de cuentas a disposición de los interventores de la diócesis y
que las limosnas se invirtieran en la propia ermita. No prohibía el
levantamiento de éstas sin su licencia, como ocurría en otros obispados; pero pedía
que fueran puestas bajo la jurisdicción eclesiástica.
Si los obispos lograron o no
separar lo divino de lo humano es ya harina de otro costal, como diría Sancho;
pero hemos de reconocer que tanto más fervor se da cuánto más enmarañados y
difusos están ambos asuntos.
La
ermita de Altomira
Durante los siglos XVI y XVII, también
existió otro tipo de ermitaño, muy interesante por lo que aquí nos atañe. Era
el llamado ermitaño emprendedor
(palabra ahora de moda), cuyo noble propósito era fomentar la devoción por un
santo, santa o virgen en una determinada comarca. Uno de estos ermitaños fue Pedro
del Castillo, que promovió la creación del santuario de Altomira en la segunda
mitad del siglo XVI.
Se dice que en el pico de
Altomira había existido un asentamiento templario que desapareció con la
conquista musulmana. Siglos después de que los cristianos reconquistaran estas
tierras, Diego del Castillo, presbítero de Huete, encontró allí una antiquísima
talla de la Virgen, que supuso habría sido escondida para que no cayera en
manos islamitas. En honor a ese descubrimiento, el clérigo fundó una ermita en
1563 con el título de Nuestra Señora del Socorro, de la que se encargó el
ermitaño Pedro del Castillo. Este hombre viajó incluso a Roma para adquirir
ciertas reliquias, entre las que se encontraba los huesos se Santa Lucía, Santa
Águeda y San Blas, además de una bula papal, para darle más empaque a su
proyecto. Por mi parte, no quiero pensar lo que le venderían a este buen
cristiano en aquellos mercados de Dios; pero —fuera lo que fuese— lo cierto es tuvo
tanto éxito, que su fama y la insistencia convencieron al Prior de Pastrana, para
que los carmelitas descalzos fundaran allí un convento, que tomó lugar el 24 de
noviembre de 1571.
A principios del siglo XVII,
Altomira estaba considerado como uno de los principales santuarios de la
Alcarria, donde se practicaba el culto con la mayor austeridad. Incluso, San
Juan de la Cruz quiso venir a Altomira después de que Sta. Teresa le
recomendara dejarse de poesías y alejarse de Toledo para ponerse a salvo de las
diputas entre carmelitas calzados y descalzos; pero las monjas de la
Encarnación no consintieron que éste abandonara la capellanía de esa ciudad.
El convento de Altomira fue
abandonado por los frailes descalzos a causa de los fuertes fríos a los que
estuvo sometido. Entre las muchas leyendas que existen del desapacible lugar, decían
que se helaba hasta el vino y debían cortarlo con un cuchillo y arrimarle unas
ascuas para licuarlo y poder celebrar la eucaristía. Ésto, que ahora nos suena
a cuento chino, pudo tener algo de cierto, pues a lo largo del siglo XVII
ocurrió la llamada Pequeña Edad del Hielo, con unos fríos tan intensos que se
llegaron a helar ríos tan grandes como el Tajo y el Ebro.
Aunque los carmelitas se fueron
de Altomira, los de Mazarulleque siguieron venerando a la Virgen del Socorro. Desde
entonces ha habido ermitas que se han ido reparando o levantando unas sobre
otras. La última se construyó a finales de los años 1960, ampliando el anterior
edificio. El último ermitaño de Altomira bien hubiera podido ser Román, un
pastor que se retiró por unos días a la sierra, allá por los años 70. Al
regresar a Mazarulleque, contaba sus experiencias con la mismísima Virgen y los
milagros que le había otorgado; pero nadie lo creyó. ¡Los tiempos han cambiado!
Bibliografía
Alonso
Perujo, N. y Pérez Angulo, J. (1887) Diccionario de ciencias eclesiásticas.
Tomo IV. Imprenta Domenech, Valencia.
Cervantes
Saavedra M. (1605)El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha. [según edición de J.A. Pellicer, 1832] Imprenta de
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Cervantes
Saavedra M. (1617) Trabajos de Persiles y Segismunda. [según edición de A. de
Sacha, 1781]. Madrid.
Christian,
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Olaizola,
J.L. (2012) Los amores de San Juan de la Cruz. Biblioteca online. Madrid.
Portocarrero
L.M [Arzobispo de Toledo] (1682) Synodo Diocesana del Arzobispado de Toledo. Impresor
Atanasio Abad. Madrid.
Vega
Almadro, V. de la (2007) Tesoro artístico y guerra civil: el caso de Cuenca.
Ediciones de la Universidad de Castilla La Mancha. Cuenca.
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