A veces, la
historia se repite y el presente nos recuerda sucesos ya pasados. Llevamos años
oyendo hablar de deuda pública, de privatización de bienes y servicios, y el
modo de afrontar la llamada crisis. Sí, el modo en singular; porque parece que
sólo hubiera un único modo de hacer estas cosas. Si la historia sirve para algo
(además del placer de conocerla y analizarla, que no es poco), debería ser para
reconocer cuáles han sido los errores y tratar de evitarlos. Los
acontecimientos históricos –por el hecho de haberse producido ya hace algún
tiempo– nos permiten tener una visión amplia de los mismos, de las circunstancias,
poder hacer un análisis crítico; y, así, aprender de la experiencia. Hoy en día
nos hemos hecho expertos y esclavos de la tecnología, de la economía... (de la
ciencia ¡no!); pero además nos hemos hecho analfabetos de la experiencia
humana, del arte, del pensamiento abstracto, del placer del conocimiento, de
los valores que no se miden en dinero. A veces, no sabemos qué hacer o qué
decir, y eso que tenemos libertad de expresar lo que queramos y hasta podemos
decir las cosas en inglés –mal que bien– como la alcaldesa de la capital de la Marca
España®, que tiene su ayuntamiento cerca de la estación de metro
"Vodafone Sol" y que ahora quiere poner multas a los indigentes
porque afean Madrid... ¡eso sí que es feo!
Perdón, es que esta mañana he leído el periódico
y me lío... Yo sólo venía a contar lo que pasó con la desamortización de las
tierras del clero regular en Garcinarro, que, en parte, me parece estar
viviéndolo estos días, cuando se habla de privatizar el agua, la sanidad, la
educación la investigación; pero antes de contar lo que pasó en Garcinarro hace
más de siglo y medio, voy a hacer una introducción de los antecedentes de la
desamortización de Mendizábal (R.D. 19/02/1836)[1], que no fue ni la
primera, ni la última desamortización que se llevó a cabo en España; pero sí la
más conocida. Básicamente, consistió en la expropiación de las tierras eclesiásticas
y la subasta de las mismas, con objeto de reducir la enorme deuda que
arrastraba el Estado desde los tiempos de Godoy (1792-7 y 1801-8). Deuda que no
estaba causada porque los españoles hubieran vivido por encima de sus
posibilidades, sino por 'sus' (las de Godoy) innumerables guerras y las que se
sucedieron después, a lo largo de las primeras décadas del siglo XIX con eso de
los Carlistas e Isabelinos que no se ponían de acuerdo en si poner un rey o una
reina.
Teniendo en mente esa crisis económica y el hecho
de que los franceses habían invadido España, los debates sobre la
desamortización se dieron ya, con bastante profusión, en las cortes de Cádiz en
1811, mucho antes de la llegada de Mendizábal a la escena política. Entonces, no
se cuestionó la necesidad de expropiar los bienes del clero, que ya hacía
tiempo que se contemplaba como solución irremediable. Se debatió la forma del
proceso de desamortización; pero, lo primero y más importante, se discutió cómo
se debía tratar la deuda[2].
¿Qué hacer con la deuda?
El qué hacer con la deuda fue la primera cuestión
a la que se le dio una "solución" que perduró en el tiempo. Las
posibilidades sobre la deuda eran varias. La más simple hubiera sido declarar
la bancarrota y no reconocer tal deuda, máxime, cuando el Estado liberal de
entonces tenía poco que ver con las obligaciones contraídas por la Monarquía
absoluta del anterior régimen. Sin embargo, la mayoría de los diputados –muchos
de ellos poseedores de tales títulos de deuda– defendieron no sólo el
reconocimiento de los vales reales, sino que éste se hiciera por el valor
nominal de los títulos (más alto que el valor de mercado); que se reconociesen,
asimismo, todo tipo de créditos contra el Estado y que se garantizara el pago
de los intereses de la deuda. Todo ello quedó estableció en el decreto ley de
13 de septiembre de 1813[2]. Dicha ley iba más allá, al considerar
como garantía de pago lo que definían como "bienes nacionales", que –cuando
se fueran los franceses– iban a ser las antiguas propiedades de monasterios
suprimidos o destruidos durante la guerra de Independencia, así como las de las
Órdenes Militares, ya suprimidas por José Bonaparte. La ley prácticamente no
llegó a aplicarse; pues –aunque los franceses acabaron yéndose– vino Fernando
VII con muy malas pulgas y su estado absolutista en 1814 que la paralizó. Sin
embargo, sí se mantuvo lo referente al reconocimiento de la deuda, que, por
cierto, seguía creciendo a pesar de las carencias sanitarias, educativas y
demás necesidades de los españoles. Si en 1808, el ministro de hacienda
estimaba su importe en unos 7.000 millones de reales, en 1827, la valoraba en
algo más de 19.000 millones[2].
La ley de Mendizábal
Las otras cuestiones importantes de la desamortización
de las tierras eclesiásticas, las decidió Mendizábal –él solo– en un proyecto
de ley que realizó a espaladas de las cortes. Hoy en día, este exceso gubernamental
no es necesario gracias a ese valor político llamado "fidelidad al líder
del partido" (básico para ascender en la profesión) y, también, gracias a las
nuevas tecnologías con las que no es necesario comprender lo que se vota; porque
el jefe del grupo parlamentario envía un whatsapp a todos sus diputados
antes de cada votación, diciéndoles el color del botón que deben pulsar. Lo que
sí es imprescindibles para ser diputado es saber manejar el i-phone, llevarlo
encendido antes de cada votación y, por supuesto –muy importante– ¡no ser
daltónico!
Se ve que Mendizábal no contaba con estos dos
adelantos de la política, porque el 31 de diciembre de 1835, como presidente
interino del consejo de ministros, presentó a las cortes una petición de voto
de confianza, que éstas aprobaron; y una vez obtenida la confianza de las
Cortes, las disolvió y convocó elecciones el 27 de enero de 1836. Días más
tarde, con las cortes disueltas, presentó a la reina regente su proyecto de ley
sobre la desamortización de las tierras eclesiásticas, que aprobó en Real
Decreto de 19 de febrero de 1836[1]. Los artículos del real decreto
vienen a decir lo que muchos ya estudiamos en bachillerato: se declaraba en
venta todos los bienes de cualquier clase que hubiesen pertenecido a las
Comunidades y Corporaciones religiosas extinguidas, así como los que habían
sido anteriormente calificados como "bienes nacionales" o los que se
fueran a calificar como tales, de ahí en adelante. Se establecía que la
adjudicación de los bienes se haría al mejor postor resultante de dos subastas,
una llevada a cabo en la capital de la provincia a la que pertenecías los bienes
subastados y otra realizada, al mismo tiempo, en la capital del reino. También,
que el modo de pago sería mediante títulos de deuda, considerándolos por su
valor nominal, o en metálico. En ambos casos se pagaría el 20% del valor antes
de formalizar las escrituras de adquisición y el resto en plazos anuales de
ocho años o dieciséis años, dependiendo de si el comprador se acogía al pago en
metálico o en títulos de deuda. Para el análisis detallado del contenido de la
ley, el libro "El marco político..." de Francisco Tomás y Valiente[2]
es excelente.
Lo que sorprende, además, de ese Real Decreto es el
largo preámbulo dirigido a la reina regente, donde Mendizábal expone sus
argumentos sobre las bondades de la ley, muy parecidos a los que se oyen cada día en
mítines y discursos políticos. Me he permitido hacer un extracto del mismo que,
en mi opinión, no tiene desperdicio. Para la versión íntegra, ver La Gaceta de
Madrid del 21/02/1836, disponible en la web del BOE[1].
Exposición
a S.M. la Reina Gobernadora
SEÑORA:
Vender
la masa de bienes que han venido a ser propiedad del Estado, no es tan solo
cumplir una promesa solemne y dar una garantía positiva a la deuda nacional
[...], es abrir una fuente abundantísima de felicidad pública; [...]; apegar al
país por el amor natural y vehemente a todo lo propio; [...]; es en fin
identificar con el trono excelso de Isabel II, símbolo de orden y de la
libertad.
No es, Señora, ni una fría especulación
mercantil, ni una mera operación de crédito, [...] es un elemento de animación,
de vida y ventura para la España. Es, si puedo expresarme así, el complemento
de su resurrección política.
El decreto que voy a tener la honra de
someter a la augusta aprobación de V. M. sobre la venta de esos bienes
adquiridos ya para la nación, así como en su resultado material ha de producir
el beneficio de minorar la fuerte suma de la deuda pública, […], en su objeto
[...] se funda en la alta idea de crear una copiosa familia de propietarios,
cuyos goces y cuya existencia se apoye principalmente en el triunfo
completo de nuestras actuales instituciones.
A este pensamiento de intenso y desinteresado
patriotismo se contrae todo mi proyecto [...].
La confianza de los pueblos suele ser muy
quebradiza [...] cuando no ven franqueza y sinceridad en sus gobernantes. Para
que la suspicacia más ingeniosa no alimente escrúpulos, donde solo hay sanidad
de intención, se comienza declarando que todos los bienes están en venta [...].
Sobre las ventajas, desahogo y comodidad del
pago de las fincas, sería superfluo entrar en reflexiones. [...] ¿Cuál es el
capitalista, el hacendado, el hombre económico, el labrador aplicado, el
artesano y hasta el jornalero con algunas esperanzas o con la protección de un
ser benéfico, que no pueda sentirse inclinado a adquirir una propiedad
donde emplee sus medios o sus sudores, para o dilatar sus goces o satisfacer
sus necesidades durante la vida, dejando después a su familia los medios
honestos de mantener una existencia útil a sí propia y al Estado? O hay que
suponer el imposible de que entre nosotros faltan todas las ideas de la
conveniencia, todos los sentimientos de bienestar y todos los deseos de mejora,
para no prever y esperar el éxito más cumplido y feliz de este sistema de
pagos. [...]
He aquí, Señora, rápidamente bosquejados el
objeto y los fundamentos del decreto, cuya minuta someto a augusta aprobación
de V.M. en uso del voto de confianza.
Leyendo el discurso, lo que a uno le puede extrañar
es que una reina regente firmara ese decreto, con ese preámbulo tan demagógico.
Aquí caben dos posibilidades, una que la reina regente no se enterara de nada y
otra que ella misma estuviera metida en el ajo. Pues bien, ¡fijaos qué
coincidencia! ¡Qué capricho de la historia! La reina regente se llamaba María
Cristina de Borbón, casi como Cristina de Borbón la de Aizoon, que la
pobre se encuentra en la misma situación, o no se entera de nada, o está metida
en el ajo. Otra coincidencia, la primera se piró a Francia con sus negocios, la
segunda parece que se va a Suiza con los negocios de La Caixa; pero eso
no tiene nada que ver con Mendizábal.
Con respecto al resto de españoles, supongo que pocos
leerían el real decreto, pues el 97% eran analfabetos. Entonces, ¿cómo salió
todo? ¿Se crearía esa "copiosa familia de propietarios"
"capitalistas", "hacendados", "hombres
económicos", "labradores aplicados", "artesanos" y
hasta "jornaleros con algunas esperanzas o con la protección de un ser
benéfico" que arriesgara su dinero por él?
Lo que ocurrió en Garcinarro con la
desamortización de las tierras eclesiásticas es un buen ejemplo de lo visto a
nivel nacional.
El caso de Garcinarro
Según los datos recopilados por González Marzo[3],
entre 1836 y 1844, en Garcinarro, se desamortizaron un mínimo de 205 pedazos de
tierra de labor con una extensión de cerca de 300 Has., 13 olivares que sumaban
790 olivos y 4 viñas con 5080 vides. Más de la mitad de ese patrimonio había
pertenecido al convento de Dominicos, otra buena parte al de Justinianas y una pequeña parte al
convento de Benitos, todos ellos de Huete. Estos bienes –a excepción de las
viñas, que desconocemos su situación– estaban arrendados a labradores.
La subasta de estos terrenos se convocó el 29 de
enero de 1843 y se llevó a cabo el 10 de marzo del mismo año. Tan sólo dos
subasteros obtuvieron tierras de Garcinarro. Catalina Díaz, vecina de este
lugar, compró 33,28 Has. de labor en por un importe de 12.210 reales. Todas las
demás tierras, viñas y olivos fueron adquiridos por Bernardino Núñez, vecino de
Madrid, por un importe de 165.700 reales.
¿Quién era Bernardino Núñez?
Su nombre completo era Bernardino Núñez de Arenas;
fue elegido diputado a cortes en seis ocasiones, por las circunscripciones de
Ciudad Real (1940), Madrid (1844) y Toledo (1857-65). En las fichas del Archivo
Histórico de las Cortes, consta como única profesión "propietario"[4];
pero, además, fue prestamista y uno de los fundadores del "Banco Español
de Ultramar"[5], empresa que nacía impulsada directamente por
el grupo económico de apoyo político a las empresas de Mendizábal[6].
También fue socio fundador de la sociedad anónima mercantil "La Gran
Antilla" (estrechamente ligada al Banco), con intereses financieros en las
islas de Cuba y Puerto Rico. A esta sociedad, también pertenecía el infante Francisco
de Paula Antonio de Borbón, tío de Isabel II. Según consta en los comunicados
de prensa de la compañía, entre sus objetivos estaban asegurar buques y
mercancías, el valor de los esclavos existentes, hacer préstamos y descuento de
letras y pagarés, el giro y compra de letras, admitir depósitos y prestar
garantías, y todas las operaciones y negocios lícitos que ya en estos puntos,
ya en otros de Ultramar y la Península convengan a la sociedad [7].
Bernardino Núñez debía de ser un hombre
influyente, pues según Puell de la Villa[8], gracias a sus gestiones
y a su influencia como diputado, el trazado de la línea de ferrocarril de Madrid
a El Escorial se desvió varios kilómetros respecto al originalmente proyectado
(más corto y menos costoso que el finalmente realizado), evitando que se
aproximara a Villaviciosa de Odón. Así, complacía a su familia y a otros
prohombres afincados en esa localidad, que veían temerosos la avalancha de
veraneantes de la clase media que hubiera supuesto la llegada del ferrocarril[8].
Además de las fincas adquiridas en Garcinarro, Bernardino
tenía otras en Mazarulleque y Huete y en las villas navarras de Vara y Lesaca
que vendió entre 1844 y 1850 a su amigo y luego consuegro, Francisco de Paula
Mellado[9]. Su negocio, obviamente, no estaba en la explotación de
las tierras, sino en la simple especulación.
La deuda del Estado se redujo mucho menos de lo
esperado. Las tierras del clero no fueron a parar, en su mayoría, a los
"labradores aplicados" o a los "jornaleros con esperanzas"
o con algún benefactor, sino a los especuladores, que luego las arrendaron a quienes realmente
las trabajaban antes de la desamortización; pero a precios más altos que los
que pagaban a las congregaciones religiosas. Con todo ésto, quizás, tengamos motivos
para pensar que la desamortización de Mendizábal fue un fracaso. Esto sin tener
en cuenta los nuevos impuestos que hubo que crear para sostener ahora al clero
(que eso es otra historia).
¿Por qué fracasó la desamortización?
Citando
a Tomás y Valiente[2], que analizó las enormes ventajas que tuvo el
pagar con títulos sobre el modo de pago en metálico: Los beneficiarios de la
ley de Mendizábal no podían ser otros que los capitalistas tenedores de títulos
de la deuda o capaces de comprarlos en el mercado; o , ampliando el círculo, la
burguesía adinerada de provincias, que invirtió su dinero en la tierra a través
de operaciones fabulosamente lucrativas concertadas al amparo de las subastas
oficiales, fácilmente trucadas y propicias a todo tipo de abusos y a la más
ladina picaresca. A quien desee conocer los entresijos de las trampas y fraudes
con que se lucraron caciques y testaferros, "bolsistas", y "vividores",
especuladores y "primistas" y demás personajes de carne y hueso
protagonistas de la gran farsa desamortizadora, lo remito a unas insuperables
páginas del desenfadado irónico y muy agudo observador que fue Antonio Flores[10].
Más
allá de la picaresca, había una causa muy elemental que ya advertían los
economistas de la época, y es que la salida al mercado de tantísimos bienes al
mismo tiempo, lo saturaría y reduciría por sí mismo su precio, que sería
aprovechado por los especuladores[11]. Además, el hecho de no poner
un límite a la cantidad de tierras que una persona podía comprar de forma
directa o indirecta, hacía muy difícil que los pequeños y medianos labradores pudieran
competir con los grandes hacendados o los capitalistas[3].
¿Había otras alternativas?
En su día, ya hubo críticas y propuestas muy
razonadas que no fue posible en el parlamento, pero que se hicieron oír en la
prensa. Álvaro Flórez Estrada, economista y diputado en varias legislaturas, publicó
el 28 de febrero de 1836, un artículo titulado "Del uso que debe hacerse
de los bienes nacionales" con una alternativa cuanto menos interesante. Flórez
argumentaba que "el estado [...] cumple, igualmente que pagando de una
vez toda su deuda, pagando el interés correspondiente". Así, "la
cuestión que hay que resolver es la siguiente: ¿si el gobierno debe pagar de
una vez toda su deuda dando fincas en lugar de dinero, o convendrá que arriende
todas estas fincas y reparta su renta entre los acreedores?". Esta
segunda opción hubiera sido ventajosa para el labrador que arrendaba las
tierras porque no le hubieran subido las rentas que ya antes pagaba a la
iglesia. Hubiera dado lugar a una sociedad más justo en cuanto al reparto de
riqueza y, además, hubiera sido ventajosa para el Estado porque hubiera
mantenido la propiedad de esos bienes. Flórez aporta, además, ejemplos reales
de medidas donde se había aplicado su sistema y había sido viable, como la
desamortización del duque de Leopoldo el Grande, de Toscana.
Así, se liquidaron las riquezas que acumularon
los conventos; luego, Madoz liquidaría los bienes que poseían los municipios
y ahora tengo la impresión que, desde hace tiempo, se están liquidando los
bienes del propio Estado. En todos estos procesos hay demasiadas cosas en
común, incluidos los discursos políticos.
Referencias
[2] Tomás y Valiente, F. (1971) El marco
político de la desamortización en España. Ariel.
[3] González Marzo, F. (1985) La
desamortización de la tierra eclesiástica en la provincia de Cuenca. Excma. Diputación
Provincial de Cuenca.
[8] Puell de la Villa, M. (1997)
Gutiérrez Mellado: un militar del siglo XX (1912-1995). Biblioteca Nueva.
[9] López Zazo, R. (2010) La actividad
editorial de Francisco de Paula Mellado. Universidad Complutense de Madrid.
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