En el
país de los ciegos, un tuerto es el único hombre capaz de ver lo que otros ni
siquiera pueden imaginar. De ese modo, adquiere conocimientos muy particulares
del mundo que los rodea; algunos de los cuales son incompresibles para los
demás convecinos, que llegan a desconfiar de él; porque ni él, ni sus
convecinos saben la verdadera razón de esas diferencias en la percepción del
mundo. Si, además, esos conocimientos son inconvenientes para los ciegos, y si
el tuerto no se atormenta por ser diferente, ni deja de proclamar sus visiones,
los ciegos empezarán a considerarlo peligrosamente loco, y una amenaza para la
sociedad; hasta tal punto que el común de los ciegos puede llegar a pedir su
'neutralización'.
En medio de la miseria intelectual
en la que vivía España a principios del siglo XIX, Eusebio Merino Domínguez debió de ser uno de los primeros españoles y, seguramente, el primer garcinarrero que leyó a
Voltaire (*1694-†1778). Se sintió tan fascinado por el filósofo francés, que
cometió la imprudencia de contar su experiencia en el lugar y en el momento
equivocado; así que, no hubo más remedio que acusarlo ante el Santo Oficio y
llevarlo a la cárcel por francmasón.
Eusebio había venido a Garcinarro,
el pueblo natal de su padre (apellidado Merino y de Toro, de los de toda la
vida) donde, además, tenía algunos parientes. Regresaba de Francia, donde se
había exiliado uno o dos años antes, como otros ilustrados, cuando Fernando VII
tomó la corona e instauró su régimen absolutista en 1814. Las razones de su temprana
vuelta a España nos son desconocidas; si bien, tampoco había razón para temer
de su pasado; pues no había destacado por nada, salvo por haber sido director de
postas de Madrid durante la ocupación francesa. Era un hombre instruido,
formado en la Universidad de Alcalá, a la que posiblemente accedió en 1780 con
una beca del Colegio de la Inmaculada Concepción, perteneciente a dicha
universidad[1]. No obstante, Eusebio no descubriría a Voltaire hasta
su viaje a Francia.
En Garcinarro, con poco más de
45 años de edad, Eusebio encontró un pueblo que le debió resultar familiar y
acogedor, a juzgar por la confianza manifestada en la relación con sus vecinos,
tal como éstos la describen en el proceso inquisitorial, abierto contra él, en
noviembre de 1816[2].
Para Voltaire, el infierno no
existía, pero lo decía de una forma tan bien razonada, que era fácil
convencerse: Veo sin temor aparecer la eternidad, y no puedo imaginarme que
un Dios que me ha hecho nacer, que ha derramado tantos beneficios sobre mis
días, me atormente para siempre después de mi muerte[3].
Eusebio, sin embargo, recurría
a un recurso más bíblico, la metáfora, diciendo que "uno había pasado por
el infierno, que éste era chiquito y se lo había llevado en el bolsillo".
En noviembre de 1816, José
Pérez, cura de Garcinarro, acudió al tribunal de la inquisición diciendo que el
sastre del pueblo, Juan Francisco Garrido, le había dicho que había oído decir
a Eusebio Merino que... De lo cual, también podría dar testimonio el sacristán León López, o el presbítero don
Sebastián Barranquero, quienes decían —según Pérez— uno, que "Merino era un libertino y
nada timorato", y el otro, que "por qué se había de tolerar en el
pueblo un libertino, hereje, mal español y afrancesado".
Pero ya lo decía Voltaire:
"La sola paz perpetua que puede establecerse entre los hombres es la
tolerancia"[3]; y no habiendo tolerancia... El
proceso contra Merino prosiguió un mes más tarde. Fue preguntado el sastre Juan
Francisco Garrido, el principal testigo nombrado por el cura, quien declaró que
él no había oído a Merino cosa alguna, pero sí le había contado algo la
sacristana de Garcinarro, Francisca Martínez. Lo que Juan Francisco dijo haber
visto al acusado fue leer en su presencia un manuscrito titulado 'Cartas de
Abelardo y Eloísa'[4], que trataba de amores y que decían que estaba
prohibido por el Sto. Oficio.
A la vista de la declaración
del sastre, fue llamada a declarar Francisca Martínez, que dijo que, estando
presente su marido, había oído decir a Eusebio Merino que María santísima sería
pecadora como las demás mujeres; que San Juan de la Cruz y Sta. Teresa iban
juntos por los caminos como un galán con
su dama; que no era verdad lo que ponían los libros de las vidas de los santos,
y que no había infierno... por las razones que ya han sido contadas arriba. Añadió
haberle oído decir, también, que un tal Volter, a quien él había leído
en Francia, probaba que Jesucristo había sido también pecador.
El sacristán León López, que
había sido mentado por el cura José Pérez, también acudió a declarar para decir
que él consideraba a Merino poco timorato y libertino porque "era muy libre
en sus conversaciones" y le había oído "decir con mucha satisfacción
que en Francia, cada uno vivía como quería, leía los libros que le acomodaba,
aunque fuesen protestantes y que había leído a Voltaire con mucho gusto".
El párroco don Sebastián
Barranquero, no aguardó a ser examinado, sino que él mismo manifestó lo que
sabía en una carta dirigida al señor inquisidor. En ésta contaba que "Merino
se apellidaba Baquero, que era natural de Mondéjar, donde no se le conocía sino
como un traidor y que por esta razón, sin duda, se había refugiado en
Garcinarro, en casa de unos parientes". También expone que "había
oído a Bernardo Moreno, ya difunto, que Merino era masón y que le había querido
seducir para que él también lo fuese".
No estaba lejos de la verdad
don Sebastián, pues Eusebio Merino Domínguez de Toro y Guevara —tal como consta
en su solicitud de 1780 de una beca del Colegio de la Inmaculada Concepción—
había nacido en Ambite, cerca de Modéjar, de donde era natural su madre.
Los testigos fueron considerados
personas de estimación y dignas de fe y crédito. Las declaraciones públicas y
los hechos atribuidos a Eusebio Merino fueron calificados de cosas "escandalosas,
impías, blasfemias y heréticas, y el sujeto sospechoso de violentar en la
fe". Así, se acordó su prisión en cárceles medias y que se siga su causa
hasta su acusación.
Un dulce inquisidor con el crucifijo
en la mano hace arrojar al fuego por caridad, a su prójimo; y complaciéndose
con el penitente de un fin tan trágico, se aplica sus bienes para consolarle,
mientras el pueblo, alabando a Dios, baila alrededor de la hoguera. Decía
Voltaire[3], entre muchas otras cosas.
Referencias
[1] Archivo
Histórico Nacional: UNIVERSIDADES, Leg. 987, Fol.73.
[2] Archivo
Histórico Nacional: INQUISICIÓN,3720,Exp.97.
[3] Voltaire
(1837) Filosofía de Voltaire. Imp. Diario. Coruña. (Traducción de algunas de sus
obras).
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