Un bar, en un pueblo, es para
lo que es; aunque 'lo que es' un bar en Garcinarro no ha sido siempre lo
mismo. En 1970, bares e iglesia eran un binomio perfecto para un día festivo.
Si cada domingo por la mañana la iglesia abría sus puertas para congregar almas;
al cierre de estas, alguien tenía que dar cobijo a tanto cuerpo descarriado como caballo sin montura, repudiado por la gracia de dios y con la obligación
de tener que cumplir, entre otros, con el tercer mandamiento: 'santificar las
fiestas'. Un mandato complicado de respetar si tenemos en cuenta que un hombre
o una mujer (y más un hombre y una mujer), con tiempo y sin obligaciones, dan sobradamente
para infringir con gusto alguno de los otros mandamientos, ya sea el sexto, el
noveno o cualquier otro. Por eso existen los bares.
Un bar, en un pueblo, podría
considerarse como una prolongación eucarística; que si la iglesia reparte la
sangre y el cuerpo de Cristo, los bares dan bebidas del espíritu santo, además
de otras sin alcohol para los chavales de menos de diez años. Su papel
consistía en tratar de evitar el pecado cuando más fácil sería cometerlo:
los domingos y festivos.
En esos días, reunidos al
término de la misa, bajaba una procesión de chicas, chicos y hombres hacia la
plaza. La mayoría de las mujeres, sin embargo, no participaban en esta comitiva; pues ellas quedaban exentas de cumplir el tercer
mandamiento por tener que preparar la comida. Desde la plaza, unos iban al Bar Legazpi, otros en
ca' La Sevillana o en
ca' Gabriel. También se daba la posibilidad de hacer cualquier ruta combinando
dos o tres bares en cualquier orden hasta la hora de comer.
Cada bar de aquellos primeros
años 70, tenía 'su cosa'. Gabriel y la Tanis lo mismo te vendían una Mirinda de
naranja que cuarto y mitad de escabeche, unos plátanos que arrancaban del mismo
As de Bastos, o unas zapatillas deportivas de tela con puntera recubierta de
goma, justo igual que las famosas Converse de ahora, salvo que
el precio de entonces era razonable.
La Sevillana, además de dar nombre a un bar, era la mujer peculiar que lo regentaba. Por hacerse llamar así, casi nadie nos acordábamos de su verdadero nombre de pila: Inocenta (o quizás Inocencia). El de su marido era Pedro.
Del Bar Legazpi –el de Lucio y la Sagrario– hubiera dicho que estaba poseído por alguna fuerza oculta. De otro modo, no me explico que los chavales del pueblo fuéramos todos juntos a comprar una gaseosa de medio litro, pasáramos toda la tarde sentados en la barandilla de la terraza, golpeando las botellas suavemente con el tapón cerámico que llevaban engarzado, haciendo salir el gas para absorber entonces la espuma que resultaba de aquel monótono traqueteo. ¡Prodigioso! ¡Cuántos perros se libraron de ser apedreados o nidos de ser expoliados gracias a este invento de la burbuja! Posiblemente eran momentos de meditación, o quién sabe si de éxtasis; pero todo ello con el debido orden espiritual que correspondía y que avalaba la presencia de don Jesús, el cura, quien también comulgaba allí y echaba la partida cada domingo, voceando y discutiendo como el que más, aunque sin blasfemar como El Negro.
Aquí termino esta corta historia quedando muchas otras sin contar, además de un futbolín (el que acabó con la adicción al carbónico). Bares, en Garcinarro, ha habido muchos o pocos, según se mire; pero un bar siempre es un bar, salvo los tres de aquellos primeros años 70 que, hoy por hoy, hubieran merecido una casilla al final de la declaración de la renta, junto a la de la iglesia.
Me gustaría saber, que no comentas nada sobre ello, cual fue la ubicación de estos tres bares. Un saludo
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